Por Joahna Pérez
“A lo mejor otras podrían explicarlo mejor pero yo siempre he sido igual, es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres”
Rayuela, Capítulo 24, Julio Cortázar
MI abuelita paterna nos dejó de una forma pasiva. Cuando se fue, pensábamos que dormía; pero había decidido irse.
Catalina López Mirabal -como la ven en la foto- era linda, muy fina y presumida como pocas mujeres. Recuerdo que desde niña me llamaba la atención la forma tan delicada de su hablar, su caminar esbelto, sus ganas de parecer siempre linda ante todos; aun cuando pasara los sesenta.
Era la más bonita entre sus hermanas, la más elegante, la que engendró una admirada familia de seis hijos, catorce nietos y – hasta el momento en que murió- veintidós bisnietos.
Pero mi abuela en sus últimos abriles, apenas pudo disfrutar estos premios que la vida le concedió. Por casi diez años luchaba contra un alzheimer que en un inicio, le propició la repetición constante de lo vivido durante el ciclón del 44 cuando la crecida de los ríos San Francisco y San Cristóbal; y el repentino olvido del lugar donde dejaba el peine u otro objeto de uso doméstico.
Fue agudizando un miedo enorme a caminar; a tal extremo que su estatura se redujo muchísimo en el último tiempo. Olvidó rostros como el mío, el de mi tía Gilda – a la que llegó a confundir con su tía Georgina- el de mi papá… Ya no podía asociar la cara de mi hermano Joan de veintiséis años con el niño que ella dejó intacto en su recuerdo. Mi abuelita olvidó también su nombre, fue perdiendo el habla y cada día se hacía más niña.
La familia optó por la resignación; de algún modo debimos aceptar el destino de mi abuela. Pero ella no mereció morir así. Mi abuela no tuvo noción de mi maternidad, de mis estudios universitarios, de los quince de una bisnieta, de la graduación de otra…
Los días terminales los pasó con tía Luly, su hija menor en la ciudad de Pinar del Río. Y como paradoja de la vida, el pasado 30 de diciembre Manuelita -como le llamaban- vino a morir sola, tranquila, casi en posición fetal, a su casa; la casa grande de San Cristóbal, la del puente del río, la casa de Los Campeones, la casa que ella añoraba aún estando allí.
Yo no creo que exista muerte buena- a no ser la de risa- pero mi abuela no merecía padecer este tipo de demencia hasta su último suspiro.
Escribo y me siento en deuda con su recuerdo. Cuando el deceso ocurrió, mi pequeña Isabella tenía meses de nacida y mi papá decidió mi no permanencia en el funeral. Y ahora, lloro y siento una sensación de constricción en el pecho. Ojalá mi abuela pudiera leer, desde donde está, cuánto la quise y admiré. Y ojalá también ni mi papá ni mis tíos hereden este mal.
El Alzheimer es una enfermedad larga y triste para quien la padece y para quienes conviven con el enfermo.
Y todo el que conoció a la mujer que fue mi abuela, coincidirá conmigo en que su Alzheimer, no fue más que una putada para con ella.
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